miércoles, 2 de noviembre de 2022

El pueblo, el viento y el polvo...

 No sé en donde dejé la escoba, estaba barriendo, pero decidí lavar. Solo queda una camisa grande, que podría ser de mi padre, o de mi abuelo, que era más robusto y fornido, otra camisa más pequeña y estrecha junto con su pantalón, estos eran de mi hermano de diecinueve años, y una camisa o franela de alguien que no recuerdo o que no se ha muerto todavía.

Todos están muertos. De todas maneras, lavo esas prendas una y otra vez, porque se ensucian, a pesar de estar guardadas en un baúl.

Hace mucho tiempo que sólo transita el viento por este pueblo. Los árboles están sin hojas, el aire frío y seco se las arrancó, el polvo se levanta a su paso. El viento y el polvo se llevan bien, se pasean de la mano, uno se lleva lo que queda y el segundo cubre toda huella de vida. Vida ¡dije vida! ¿Cómo será estar vivo? Nada está vivo aquí. Las casas están deshabitadas, puertas y ventanas cerradas, crujen cuando el viento las golpea, como si se quejaran.  

Se quejan de su vaciedad, saben que deshabitadas también morirán. Las construcciones más antiguas, se desmoronan poco a poco, de polvo eres y en polvo te convertirás, y el polvo y el viento siguen recorriendo el camino siempre vacío.

El patio es un espacio seco, sin flores, sin hojas. Ya no hay niños corriendo alrededor del abuelo. Él se sentaba con su liquiliqui blanco y su sombrero de pelo de guama y les enviaba a atrapar mariposas. Cierro los ojos y veo las mariposas volando como lo hacen ellas, juntan las alas como para dar un aplauso que las impulsa lejos y dibujan sucesivos signos de infinito. Es difícil alcanzarlas, pero así pasaba ese tiempo, el abuelo y las mariposas. 

El bisabuelo, se refugiaba en su escondite lleno de libros, periódicos y fotos de los políticos que haciendo campaña visitaron el pueblo. Pasaban a saludarle pues tenía la casa más grande justo frente a la plaza y ese patio inmenso que alguna vez tuvo mariposas. El prefería esconderse en su bohío para hacer una siesta. Ahí lo encontraron, dormido para siempre.

El hijo del abuelo era ciclista, entre muchas otras cosas que le apasionaron, pasaban días enteros pedaleando, hasta que un día no pudo recordar cómo regresar, se perdió en su mente y no lo vimos más.

En otra casa, crecen los hijos de una numerosa familia. Primero llegaron las niñas, los niños tardaron un poco más. Del primero de los hijos son los pantalones y la franela, él dejó el pueblo una madrugada en un espacio entre el gran río y el mar, de un golpe que no sintió.

La madre y el padre también se fueron, en ese orden, en el orden que le toca a cada uno. De ellos no queda ni ropa ni adornos, sólo fotos y recortes de prensa que fueron salvados de las casas que se iban borrando. Los guardó la única hija que se quedó, la del cabello rojo que viaja con las estrellas cada noche, pocos lo saben, pero ella conoce lo que sucedió, lo que sucede y lo que sucederá. Así supo que el segundo hijo nunca se movería del pueblo, y que el tercero haría muchos viajes en cuerpo y en espíritu para volver a encontrarse con sus orígenes.

Los tres viven allí en el pueblo vacío. Nadie lo sabe pues nadie los ve. No tienen visitas, es un territorio que no se encuentra en el mapa, mejor dicho, no existe mapa ni nombre de pueblo, todo desapareció con el puente y la autopista.

Yo observo desde la torre de la Iglesia. Cuando me aburro toco las campanas, sólo yo las escucho o   imagino su sonido. Formo parte de los seres invisibles que ocupamos este pueblo vacío, cuando no me pueden ver lavo la ropa y luego la regreso a su sitio. Juego a que alguien me pudiera ver y como reto, tomo la escoba y ayudo al viento a levantar el polvo. No se puede recoger el polvo, tampoco me puedo ocultar de lo que no existe, reviso las casas moribundas y recojo sus historias, de vez en cuando encuentro alguna que me gusta, otras veces juego cartas con la hija de la melena roja, la que viaja con las estrellas, entonces pasamos largas horas inventando cuentos para los muertos y para los vivos de sitios lejanos, luego ella sigue a la primera estrella que pasa y yo vuelvo a mi escoba.

 

 Graciela Zúñiga, 22 de junio de 2021